Eran las siete de la mañana del sábado. Él tendría unos cincuenta años.
Vestía de traje de chaqueta y conducía un pequeño pero lujoso utilitario italiano.
Pequeño, lujoso y considerablemente destrozado tras el impacto.
El ruido del vapor escapando del radiador servía de fondo para sus palabras.
Decía haber madrugado para ir comprar al mercado, pero su acento pastoso denotaba los cinco o seis cubatas de whisky del bueno que se había ventilado esa noche.
Su discurso era confiado, prepotente y aleccionador, como de quien está de vuelta de todo y se sabe poseedor de la razón.
Sólo cuando observó la señal de stop que le señalaba (y que él ignoró en el cruce) su confianza comenzó a flaquear.
Ni siquiera frenó.
Yo estaba aturdido, mirando una y otra vez el costado izquierdo, completamente hundida.
Maravillado de la eficacia de las barras de protección lateral.
Y contento de haber dejado esa noche la moto en el garaje.
Y nada más. No hay interpretación existencialista ni moraleja edificante.
Sólo suerte.
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